Durante mi propia búsqueda, tropecé con una descripción del ego que resonó profundamente en mí. Aunque había escuchado hablar del ego en diversos contextos, sentí la necesidad de explorarlo más a fondo, de enfrentarlo directamente y sin máscaras, para comprender cómo se relacionaba estrechamente con mi propia experiencia. La reveladora descripción que comparto contigo se halla entre las líneas de un libro que sinceramente te recomiendo: "El libro tibetano de la vida y la muerte". Este texto no solo amplía nuestra comprensión del ego, sino que también ofrece valiosas reflexiones sobre la vida, la muerte y la naturaleza humana.
Imagínese una persona que despierta de pronto en el hospital tras un accidente de tránsito y descubre que padece una amnesia total. Exteriormente, todo está intacto: tiene la misma cara y la misma forma, su mente y sus sentidos funcionan igual que antes, pero no tiene la menor idea, ni el menor resto de un recuerdo de quién es en realidad. Exactamente de la misma manera que esta persona, somos incapaces de recodar nuestra verdadera identidad, nuestra naturaleza original. Frenéticamente, con auténtico espanto, buscamos a tientas e improvisamos otra identidad, a la que nos aferramos con toda la desesperación de alguien que continuamente está cayendo en un abismo. Esta identidad falsa y asumida de un modo ignorante es el <ego>.
El ego es la carencia de un verdadero conocimiento sobre quiénes somos en realidad, junto con su consecuencia: el inexorable aferramiento a una imagen de nosotros mismos improvisada y hecha de remiendos, un yo inevitablemente camaleónico y charlatán que no cesa de cambiar constantemente para mantener viva la ficción de su existencia. En tibetano el ego se llama dak dzin, que literalmente significa <aferrarse a un yo>. El ego, pues, se define como los incesantes movimientos de aferrarse a una noción ilusoria de <yo> y <mío>, yo y otro, y a todos los conceptos, ideas, deseos y actividades que sostienen este error. Este aferramiento es inútil desde el principio y está condenado a la frustración, pues carece de toda base o realidad y aquello que pretendemos aferrar es por naturaleza inasible. El hecho mismo de que necesitemos aferrarnos y seguir y seguir aferrados demuestra que en lo profundo de nuestro ser sabemos que el yo carece de existencia inherente. De este conocimiento secreto y perturbador brotan todos nuestros temores e inseguridades fundamentales.
Vidas enteras de ignorancia nos han llevado a identificar la totalidad de nuestro ser con el ego. Su mayor triunfo es persuadirnos para que creamos que sus intereses y conveniencias son los nuestros, e incluso para que identifiquemos nuestra supervivencia con la suya. El ego es tan convincente que la sola idea de vivir sin él nos aterroriza. Carecer de ego, nos susurra, es perderse la intensa aventura de ser humano, verse reducido a un robot insípido o un vegetal sin cerebro. El ego se aprovecha con gran maestría de nuestro miedo fundamental a perder el control y a lo desconocido.
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